Lucy Kellaway

Todos dicen que están demasiado ocupados para conversar, pero no es verdad

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Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 17 de abril de 2017 a las 04:00 hrs.
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Hace un par de semanas visité una compañía de producción de medios en el este de Londres. Estaba lleno de hipsters sentados alrededor de grandes mesas bajo un techo de concreto.

“Aquí hay una vibra increíble”, me dijo el hombre que me estaba enseñando el lugar. Asentí por obligación, aunque yo no percibí vibra alguna. En este templo de lo “cool”, nadie hablaba. Todos trabajaban en silencio.

Desde entonces, siempre que visito una oficina mantengo bien abiertos los oídos, y siempre me he encontrado con lo mismo: ningún sonido, salvo el suave tamborileo de teclados de computadoras. Parece que los oficinistas ya no charlan.

Acabo de cruzar por la oficina de redacción central del Financial Times. Casi todos los miembros del personal estaban mirando sus pantallas, enmudecidos. En todo el espacio sólo vi dos grupos de personas que estaban hablando, y ambos estaban sosteniendo una conversación sobre el trabajo.

Antes no era así. Dos décadas atrás, cada día laboral comenzaba con una obligatoria charla de quince minutos sobre lo que se había presentado en la televisión la noche anterior. Cualquiera que hubiera estado de vacaciones, tenido un niño o hecho algo notable habría traído fotos para compartir. Hablábamos de los grandes temas del día y de lo que habíamos almorzado. Sobre todo, contábamos chismes sobre los demás. Durante cualquier tiempo libre, era perfectamente normal ponerse de pie y caminar por el edificio en busca de gente nueva con quien conversar.

Acabo de pasearme hacia el escritorio de un colega y me he sentado al borde como en los viejos tiempos. Por qué la gente ya no charla en las oficinas, le pregunté. Porque tienen mucho trabajo, me dijo, echándole una mirada a su reloj. Esto es lo que todo el mundo va a decir, pero no es verdad.

Hay poca evidencia de que la gente trabaja demasiado para hablar unos con otros. Según el Buró de Estadísticas Laborales, los oficinistas en EEUU dedican menos de tres horas al día al trabajo productivo. El resto del tiempo se lo tragan los sitios web de noticias y la búsqueda en línea de otro empleo. De las cinco horas malgastadas cada día, sólo 15% de éstas están dedicadas a las conversaciones.

Lo que nos impide charlar no es que estemos más ocupados; es que queremos aparentarlo. Atacar la pantalla con un sentido de propósito indica un estatus elevado. Reclinarse en la silla y entretener a un colega con un cuento divertido no sólo es mal visto; podría limitar una carrera.

Los edificios de oficinas también han hecho lo posible para eliminar las conversaciones. Las mejores charlas ocurrían entre dos personas detrás de una puerta cerrada. El plano abierto es enemigo de la charla. Y con escritorios no fijos, es fatal. El vecino no sólo será alguien que uno apenas conoce, sino que además probablemente se habrá puesto audífonos. Aun si uno tratara de entablar una conversación, no podría oírle.

La mayoría de las oficinas tienen espacios comunes donde se supone que tienen lugar las conversaciones. Pero aun éstos son poco favorables para los deliciosos laberintos de chismes porque casi siempre están llenos de personas con tarjetas de identificación al cuello enfrascadas en solemnes reuniones.

En estos inhóspitos contornos está desapareciendo la devoción por las charlas. Cada departamento tenía un par de grandes personalidades que casi no hacían otra cosa, pero la cultura corporativa actual exige que todos se porten de la misma forma incolora que los demás. No hay sitio para gente ruidosa.

No es sólo que se rechaza la charla, también hay menos de que charlar. Nadie ha visto los mismos programas de televisión, y si alguien quiere que otros queden boquiabiertos ante las fotos de sus vacaciones, ahora lo hacen en Facebook.

El principal asesino de la charla es Internet. Nos permite remolonear mientras aparentamos estar enfrascados en el trabajo. Peor aún, ha vuelto obsoleta la conversación. Los mensajes electrónicos nos enseñaron hace tiempo que es más fácil enviar un mensaje a alguien que se sienta a diez metros que salir con torpeza de la silla para ir a hablar con ellos.

Ya que la charla era el motivo principal para ir a la oficina, esto es más que preocupante: es una tragedia. Llamé a la persona que me había enseñado la oficina de producción de medios y le pregunté si allí alguien alguna vez charlaba. Por supuesto que sí, respondió. Siempre están charlando.

Cuando le dije que yo no pude oír nada, se rió compasivamente y entonces dijo unas de las palabras más tristes que he escuchado: “Lo hacemos a través de nuestro servicio de mensajería interno Slack”.

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